sábado, 23 de junio de 2012

Juguemos A Hacernos Daño

Entre mis dedos, un pucho. El humo sale de la colilla, flotando hacia el aire, llenando la habitación de un olor ácido y violento. Detestable. Pero me lo llevo a los labios, hago otra seca - es así, para el adicto. No importa más que el placer del cigarrillo. No importa el olor, el daño que hace. Nada. El pucho llega a un fin, lo aplasto contra el cenicero, pero alguna que otra ceniza sigue ardiendo. Típico. Imperfecto, como todo lo de la vida. Escribo en silencio hoy, solo el ruido de la tele en la otra pieza intenta distraerme, pero no se lo permito. Y pienso.

Pienso en como a los seres humanos, nos encanta jugar a hacernos los ciegos hasta hacernos un daño irrevocable. El pucho, por ejemplo: el fumador fuma, y fuma -pucho, tras pucho, tras pucho- sin medir las consecuencias, hasta que, un día, entra a la visita con el médico, que lo mira con cara sombría y le dice: te quedan tres meses. O seis, o un año, o lo que maldita sea. Lo diagnostican con cáncer de pulmón, y ahí recien para, y piensa: ¿porqué no deje de fumar cuando tenía 15? No importa que se lo advirtieron mil veces -desde su vieja a esa amiga sana y tan sabelotodo. No, el fumador ni se preocupó hasta que tiene la muerte ya avisada.

Pero, ¡ojo! No te creas que, si no fumas, te salvas de este juego vicioso que jugamos los humanos: no, no, todos lo hacen en alguna medida. ¿La forma más repétida? La búsqueda de la media naranja. Ese mito en el que todos queremos creer, si tan solo para poder pensar que no vamos a estar solos para siempre: Si, loco, yo se que en algún lugar del mundo, por más escondido que este, hay alguien que esta destinado a pasar su vida conmigo. Solo falte que nos encontremos -y ¡el destino se encargará de eso! Y, por eso, empezamos a buscar.

Algunos argumentarían que esta búsqueda surge de la idiotez humana. Más, no es así. Desde chicos, vemos películas de Disney o de Pixar o cualquier otra productora que no hacen más que meternos en la cabeza una simple idea: el verdadero amor existe. Y desde ahí, desde la infancia, aparece esa idea de la media naranja, la cual cargamos durante el resto de nuestras vidas. Ahora bien, no estoy acá para discutir si es verdad o no es verdad. Eso me la soba -podrá o no haber una media naranja para todos nosotros.

Lo que sí estoy acá para discutir, es los métodos extremos a los que se mueve el ser humano para poder continuar con su búsqueda. Empezamos con ese primer noviecito o noviecita, esa relación poca serie donde -máximo- compartimos el primer beso; creemos que es amor, caemos en la ilusión de que, así de fácil, encontramos nuestro príncipe azul o nuestra princesa en peligro. Claro que, luego, ese noviazgo termina por alguna boludez que, a esa edad, pensamos tan claramente importante -y después seguimos. Pasamos de relación en relación, creemos encontrar el amor una y otra vez. Pero, en realidad, no hacemos más que lastimarnos una y otra vez.

¿Porqué? ¿Porqué esa necesidad tan absoluta de encontrar a alguien con quién pasar la vida? ¿Porqué tenemos una obsesión tan grande con el no pasar la vida solos? El hombre, por naturaleza, es independiente. Pero no lo aceptamos, queremos compañía -sin importar qué tantas veces tenemos que caer, ni qué tantas veces nos rompen en mil pedazos.

Hago una pausa. Prendo otro cigarrillo. Me autodestino a una muerte temprana de cáncer de pulmón. Pero me la soba. Al menos será una muerte anunciada.

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